Esa tarde, el sol brillaba en el cielo
azul sobre el parque.
Maria se columpiaba y desde allí
observaba las copas de los altos árboles, al subir; y la arena del parque, al
bajar.
Le encantaba columpiarse, sentir la
brisa entre sus cabellos y sentir que podía volar.
Al cabo de un rato, se fue a casa
porque ya estaba oscureciendo. Al llegar, notó que no había nadie allí, pero
que la puerta estaba sin candado.
Entró llamando a su mamá pero nadie
respondió. Vio algunas cosas fuera de lugar y sintió miedo. Siguió gritando
¡mamá!, pero nadie respondía.
Empezó a buscar en todos los rincones
de la casa: la cocina, la sala, el patio, los baños y nada. Cuando llegó a la
puerta del cuarto de su madre, notó un olor extraño. Era como si hubieran
vaciado un enorme cubo de tierra cerca de ella.
Pero lo peor estaba por venir: al mover
la manecilla sintió algo viscoso en su mano y soltó un grito mientras abría la
puerta para descubrir que todo en aquella habitación estaba lleno de ¡gusanos!.
Maria vio con horror cómo las paredes y
la cama de sus padres parecía una gran piscina de gusanos enormes y rosados.
Del susto se desmayó.
Al despertarse, no había mejorado la
situación. Ahora los gusanos estaban por todas partes de su cuerpo. Incluso en
su cara. Luchó para no gritar por temor a que su boca se llenara de gusanos.
Como pudo, se levantó, se sacudió los
gusanos y salió corriendo hacia la calle.
Chocó de frente con su madre, quien
tuvo que abrazarla para calmarla.
– Cama. Cuarto- se esforzaba por decir Maria, pero su madre la interrumpió.
– Tranquila amor. Se lo que viste. Yo
también los vi y salí a buscar ayuda para fumigar. Por eso no me encontraste en
casa. Ya están aquí para sacarlos. Lamento que te hayas asustado.
Entonces, Maria se calmó y esperó en
casa de su vecina junto con su mamá hasta que limpiaran la habitación.
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